Capital Humano y su desastre administrativo: el escándalo de la comida que nunca llegó a los comedores
Mientras el Gobierno repite su discurso contra los “intermediarios”, la Justicia expuso un desastre administrativo en el Ministerio de Capital Humano: millones de pesos en alimentos sin trazabilidad, remitos incompletos, depósitos sin control y una distribución que nadie puede explicar. Un informe lapidario reveló que la comida destinada a los comedores populares salió de los galpones, pero no se sabe quién la recibió. En un país con hambre creciente, el ajuste no solo recorta derechos: también hace desaparecer la comida que debía llegar a los barrios.
POLITICA NACIONAL
Por Camila Domínguez
12/16/20253 min read


La Justicia acaba de ponerle nombre y apellido a lo que en los barrios se viene denunciando desde hace meses: un desastre administrativo con consecuencias humanas concretas. El Ministerio de Capital Humano, encabezado por Sandra Pettovello, quedó expuesto por graves irregularidades en la gestión y distribución de alimentos destinados a comedores populares, en un contexto donde el hambre crece y la asistencia estatal se vuelve cada vez más urgente. No se trata de una sospecha liviana ni de una chicana política: lo dice un lapidario informe de casi 40 páginas de la Procuraduría de Investigaciones Administrativas (PIA), presentado ante la Justicia federal.
El documento es demoledor. La PIA advierte que no fue posible reconstruir la trazabilidad completa de miles de toneladas de alimentos que debían llegar, por orden judicial, a los barrios más vulnerables del país. En términos simples y brutales: el Estado no puede explicar qué pasó con la comida. Peor aún, no puede explicar qué pasó con más de 6.700 millones de pesos que el Ministerio de Capital Humano recibió a través de la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI) para comprar alimentos básicos como aceite de girasol y lentejas secas. Plata hubo. Órdenes judiciales también. Hambre, ni hablar. Lo que no aparece es la comida.
La investigación judicial detalla un cúmulo de irregularidades que, tomadas en conjunto, configuran un cuadro alarmante de desorganización, negligencia y opacidad. Retrasos en las entregas, entregas incompletas, mercadería que figura como “entregada” pero de la cual no existe prueba fehaciente de que haya ingresado efectivamente a los depósitos del Estado. Faltan facturas. Faltan constancias de pago. Faltan registros básicos que cualquier administración mínimamente seria debería tener. El informe es claro: en algunos casos, directamente no se puede afirmar con certeza que se haya cumplido con lo estipulado en las licitaciones.
Pero lo más grave no está solo en la compra o en el almacenamiento, sino en la etapa final: la distribución. Ahí el sistema directamente se desmorona. Según la PIA, está comprobado que los alimentos salieron de los galpones —principalmente en Villa Martelli y Tafí Viejo—, pero no se sabe quiénes los recibieron. Los remitos de salida carecen de firmas de los destinatarios. No detallan marcas, números de lote ni pesos específicos. Es decir, no hay manera de vincular lo que se compró con lo que supuestamente se entregó. La propia Procuraduría lo dice sin eufemismos: esta situación “obtura la trazabilidad y deja el proceso en un terreno meramente probabilístico”. Una forma elegante de decir que nadie sabe dónde fue a parar la comida.
Como si esto fuera poco, la ministra Pettovello reconoció ante la Justicia algo todavía más inquietante: que no existen normas, manuales ni procedimientos formales para la distribución de alimentos. No hay reglas escritas. No hay protocolos. Las decisiones, según sus propias palabras, dependían de la “definición política de la autoridad”. Traducido: discrecionalidad absoluta. En un área tan sensible como la alimentación de los sectores más vulnerables, el reparto quedó librado a decisiones políticas sin controles claros, sin transparencia y sin rendición de cuentas.
Las denuncias de organizaciones sociales y de Juan Grabois —querellante en la causa— terminan de completar un cuadro que indigna. Imágenes de alimentos y útiles arruinándose en galpones estatales mientras en los barrios los comedores recortan porciones, reducen días de atención o directamente cierran por falta de insumos. Chicos que no reciben un plato de comida mientras toneladas de alimentos se pudren bajo custodia del Estado. La postal es tan cruel como elocuente.
El contraste con el discurso oficial no podría ser más obsceno. El Gobierno construyó gran parte de su relato demonizando a los “intermediarios”, acusando a organizaciones sociales de robar comida y prometiendo una gestión “eficiente” y “transparente”. Hoy, la realidad muestra exactamente lo contrario: sin intermediarios, con el Estado concentrando la gestión, la comida no llega igual —o peor—, y nadie puede explicar qué se hizo con miles de millones de pesos destinados a combatir el hambre.
Esto no es un error administrativo menor. No es un problema de papeles mal archivados. Es un escándalo institucional en un país donde la pobreza crece, donde cada vez más familias dependen de un comedor para comer una vez al día, y donde el Estado tiene la obligación ética y legal de garantizar derechos básicos. Mientras el Gobierno ajusta, despide, recorta políticas sociales y habla de eficiencia, los alimentos destinados a los más vulnerables desaparecen sin explicación.
Cuando la comida no llega a los comedores, no falla una planilla de Excel. Falla el Estado. Y cuando nadie puede decir dónde está la comida de los que tienen hambre, lo que queda al desnudo no es solo una gestión: es una profunda crisis de ética pública.
