El país del 2,3% y del 90% pobre

El Gobierno festeja una inflación del 2,3% como si eso cambiara algo en la vida real. Pero mientras las planillas del INDEC muestran “estabilidad”, nueve de cada diez trabajadores de la economía popular no llegan ni a tres salarios mínimos. La canasta básica ya supera los $966.000, los sueldos no alcanzan y el autoempleo forzado se multiplica. Detrás del relato de la “inflación baja” se esconde un país que se empobrece en silencio: el modelo que promete libertad solo reparte precariedad.

POLITICA NACIONAL

Por Julián Pereyra

11/13/20256 min read

El número mágico del mes es 2,3%.
Así lo dijo el INDEC. Así lo repitieron los funcionarios. Así lo titularon los grandes medios. En el país del ajuste y la recesión, el Gobierno se colgó la medalla de la “inflación más baja en un año”. Pero detrás del titular de éxito técnico, la calle cuenta otra historia: una historia de changas, heladeras vacías, cuentapropismo forzado y un pueblo que trabaja cada vez más para vivir cada vez peor.

Mientras el ministro de Economía sonríe en la conferencia de prensa, los precios de los alimentos suben más que el índice general, la canasta básica supera los $966.000, y el rubro Transporte se dispara 3,5% en un solo mes. Los alquileres trepan, la luz aumenta, el gas también. Pero el discurso oficial celebra la “moderación” de los precios como si esa palabra tuviera algún sentido para alguien que cobra menos de un millón de pesos y tiene que alimentar a dos chicos.

Festejan la baja inflación con una heladera vacía”, se escucha en la fila del almacén.
Y no es una metáfora: es el resumen perfecto de la Argentina que hoy se pretende vender como “normalizada”.

La estadística feliz y el hambre invisible

El dato técnico dice que los precios subieron poco. Pero ¿qué significa “poco” en un país donde el salario mínimo apenas roza los $322.200 y donde la pobreza se mide en millones?
El informe del CITRA (CONICET-UBA) revela que nueve de cada diez trabajadores de la economía popular ganan menos de tres salarios mínimos, o sea, menos de $960.000 al mes. Es decir, el 90% de quienes sostienen la economía desde abajo —cartoneros, cooperativistas, feriantes, empleadas domésticas, trabajadores de la construcción y vendedores ambulantes— viven por debajo de la línea de pobreza.

Y ahí está el contraste brutal: mientras algunos festejan el 2,3%, 3,5 millones de personas intentan sobrevivir con ingresos que no alcanzan ni para pagar la canasta básica.
La verdadera inflación no está en el INDEC, está en el changuito del supermercado.

El Gobierno habla de “efecto disciplinador” de su plan económico, pero en la práctica lo que se disciplinó fue la mesa familiar: se come menos carne, se estira el aceite, se reemplazan frutas por fideos.
La inflación baja cuando el consumo desaparece.
Esa es la gran trampa. Los precios se “moderan” porque la gente ya no compra.

El milagro libertario de trabajar más y ganar menos

El ajuste, la desregulación y el achicamiento del Estado prometían libertad. Pero la libertad de mercado se convirtió, una vez más, en libertad para precarizar.
En apenas dos años de gestión, el autoempleo creció de forma explosiva. No por espíritu emprendedor, sino por necesidad. Según el CITRA, la población con ingresos bajos dentro del sector informal aumentó 55,3% en un año. Es decir: millones de argentinos se vieron empujados a generar su propio sustento, sin derechos, sin estabilidad y sin red de contención.

El relato oficial dice “emprendedores”; la realidad dice “desesperados”.
La economía popular representa ya el 27% de la Población Económicamente Activa. Son los que reciclan basura, cocinan en comedores, cosen para ferias, limpian casas o venden por redes sociales. No son la “reserva moral del trabajo”: son los sobrevivientes del ajuste.

Y mientras el Ejecutivo muestra su plan de “modernización laboral”, lo que en realidad se legalizó fue la precariedad.
La supuesta “reforma” que debía liberar al mercado terminó garantizando que más gente trabaje sin derechos. Hoy, el 52% de los cuentapropistas no profesionales enfrenta jornadas extenuantes, sin vacaciones ni aportes.
El milagro libertario se mide en sueldos de miseria y estadísticas maquilladas.

Los números no mienten, pero tampoco cuentan toda la verdad

La inflación “baja” es una verdad a medias. El INDEC dice que los bienes subieron 2,3% y los servicios 2,5%. Pero lo que realmente importa no está en el promedio: está en los rubros que afectan la vida cotidiana.
Los alimentos subieron 3,1%, las frutas 11,4%, y el aceite 2,4%.
El pan francés ya cuesta más de $3.900 el kilo, la carne picada $7.300, y la leche en sachet $1.600.

Mientras tanto, el salario mínimo vale menos que en los años de la Convertibilidad. Según datos de la CTA, es 56% inferior al de 2015.
Hoy, una familia tipo necesita cuatro salarios mínimos para no ser pobre.
Y todavía hay quienes celebran el “éxito” del 2,3%.

El discurso oficial se sostiene en una ilusión contable: si los precios suben despacio, todo está bien. Pero la realidad social no se mide en promedios. Se mide en angustia, en horas extras, en changas nocturnas, en padres que dejan de comer para que alcancen las porciones.
La estabilidad de los números no es la estabilidad de la vida.

La contracara del ajuste es una Argentina que se llena de microemprendimientos de supervivencia. El país del monotributo social, del delivery a pedal y del trueque en redes.
No hay libertad económica cuando la gente trabaja por monedas.
No hay modernización cuando la mitad del país vive en negro.
Y no hay estabilidad cuando la inflación baja porque nadie puede consumir.

El Gobierno se jacta de haber frenado la “locura inflacionaria”, pero lo hizo con una combinación letal: recesión, caída del salario real y desguace del Estado.
Sí, el número es más chico. Pero el costo es enorme: pobreza récord, precarización generalizada y una sociedad que empieza a acostumbrarse a vivir con menos.

El mismo Estado que se desentiende del trabajo registrado es el que recorta políticas sociales y subsidios básicos. El resultado es un nuevo tipo de exclusión: el trabajador pobre, formal o informal, que ya no confía en nada ni en nadie, que apenas sobrevive con tres changas por día y una esperanza rota.

La doble moral del “éxito” económico

Los tecnócratas del gobierno celebran en redes sociales que “la inflación cayó más de un punto”. Los economistas de TV repiten que “el mercado empieza a creer”. Pero en los barrios no hay nada que celebrar.
La inflación baja porque el consumo se desploma, no porque los precios estén bien.
El país se “ordena” a costa de su gente.

Mientras el oficialismo mide su éxito en el número del INDEC, los argentinos miden el fracaso en la góndola, en la factura de luz, en el precio del colectivo, en la panza de los pibes.
El relato oficial necesita cifras que sonrían; la realidad solo ofrece estómagos vacíos.

Mientras algunos aplauden el 2,3%, el 90% de los trabajadores no llega a fin de mes.
Esa frase podría estar en la tapa de cualquier diario honesto, si los diarios no estuvieran más interesados en cuidar el humor de los mercados que en contar el sufrimiento cotidiano.

Porque, en el fondo, la disputa no es por una cifra: es por el sentido.
El Gobierno dice que estabilizar los precios es devolver previsibilidad. Pero ¿previsibilidad para quién?
Para el que vive de un sueldo mínimo, prever significa saber que no va a llegar.
Para el que trabaja en negro, prever significa calcular si alcanza para un kilo de pan o un litro de leche.
La economía podrá estabilizar los números, pero no estabiliza la vida.

Ninguna planilla de Excel puede esconder que este modelo normaliza la pobreza, precariza el trabajo y convierte la miseria en una variable aceptable.
Eso no es eficiencia.
Eso es deshumanización.

Mientras los números cierran para los de arriba, abajo la gente se rompe el lomo y no le alcanza.
El Gobierno celebra un éxito técnico que solo existe en los gráficos. Pero en los barrios, en los comedores, en las fábricas que cierran, en los colectivos llenos de trabajadores agotados, no hay éxito posible.

La inflación puede bajar en los informes, pero en la vida diaria todo sigue aumentando: la angustia, el cansancio, la desigualdad, la bronca.
El Gobierno logró estabilizar los números, pero no logró estabilizar la esperanza.
Y sin esperanza, no hay plan económico que sirva.

En los 90 se hablaba de “convertibilidad” y hoy se habla de “libertad”, pero el resultado es el mismo: un país que celebra indicadores mientras su gente se empobrece.
La inflación oficial bajó, sí. Pero la inflación real —la del changuito, la del alquiler, la de los sueños rotos— sigue subiendo todos los días.

Porque ningún 2,3% puede esconder lo que se ve a simple vista:
que la Argentina se está desguazando, no por falta de dólares, sino por falta de dignidad.