Gases, palos y miedo: la postal dolorosa que se repite cada miércoles frente al Congreso

El gobierno de Javier Milei reprime con ferocidad a jubilados que apenas reclaman poder llegar a fin de mes. Este miércoles hubo 82 heridos y detenciones violentas como la del fotógrafo Tomás Cuesta, tirado al piso y aplastado por un gendarme sin motivo alguno. Mientras tanto, Patricia Bullrich los llama “terroristas de izquierda” y habla de Antifa, como si los abuelos que luchan por una jubilación digna fueran enemigos del Estado. Un nivel de perversidad alarmante, un desprecio absoluto por la vida, y una violencia institucional que desmiente cualquier relato de libertad.

POLITICA NACIONAL

Por Camila Domínguez

5/22/20253 min read

Hay escenas que deberían revolverle el estómago a cualquier persona con un mínimo de sensibilidad. Escenas que, lejos de pertenecer al pasado oscuro de nuestra historia, hoy se repiten con puntualidad perversa cada miércoles frente al Congreso de la Nación. Gases, palos, insultos, golpes. Olor a represión. Esta vez, 82 personas resultaron heridas. Cuatro fueron detenidas violentamente sin haber hecho nada para merecerlo. Entre ellas, Tomás Cuesta, fotógrafo, quien fue tirado al suelo y aplastado con la rodilla por un gendarme, como si su cámara fuera un arma. Como si la verdad molestara más que cualquier piedra.

Mientras eso pasaba, los uniformados —con total impunidad— le gritaban a los jubilados “Arriba porque te reviento”, con un sadismo que hiela la sangre. ¿Dónde está la autoridad moral de un Estado que le dice eso a sus viejos, a quienes lo dieron todo? ¿Qué tipo de república puede florecer sobre la humillación y el maltrato a quienes se arrastran por una jubilación que no alcanza ni para los remedios?

No son terroristas. No son violentos. No son enemigos del orden. Son jubilados, son nuestros viejos, los que trabajaron toda su vida, los que criaron a generaciones enteras. Son ciudadanos con hambre, con dolor, con la desesperación de no saber si podrán pagar un alquiler o comprar comida la semana que viene. Y eso es lo que este gobierno no puede, o no quiere, ver. Porque duele más el ajuste cuando se ve en la cara de un jubilado, y mucho más cuando esa cara está ensangrentada por un bastón policial.

Pero la ministra Patricia Bullrich eligió otro camino: el del cinismo. En vez de garantizar el derecho a la protesta y a la dignidad, salió a acusar a los manifestantes de formar parte de un “grupo terrorista de izquierda”, mencionando a Antifa como si eso justificara la represión, como si todos los que estaban ahí fueran parte de una conspiración internacional. ¿Qué Antifa? ¿De qué terrorismo habla? ¿Desde cuándo un jubilado que pide llegar a fin de mes es un enemigo interno?

La perversidad del discurso oficial no tiene límites. Se criminaliza la pobreza, se demoniza la protesta, se persigue al que reclama. Y mientras tanto, se protege a los que fugan, a los que evaden, a los que saquean el país desde escritorios con aire acondicionado. En la lógica del gobierno libertario, el problema no es que un jubilado cobre $300.000 con suerte, sino que tenga el coraje de alzar la voz. No es que falte comida, sino que sobre gente reclamando.

Es una lógica enferma, autoritaria y profundamente inhumana. Porque lo que se vive cada miércoles no es solo represión. Es un mensaje: “No te quejes, o te va a doler”. Es disciplinamiento con gases lacrimógenos. Es censura con bastones largos. Es el intento de borrar de la escena pública todo lo que moleste al relato oficial de una Argentina que, según ellos, va camino a la libertad mientras la miseria crece y los rostros se llenan de lágrimas.

Pero la libertad no se construye con represión. La democracia no se defiende con amenazas. Y mucho menos se gobierna silenciando a los más vulnerables. No hay paz social posible cuando se golpea a un jubilado. No hay justicia cuando se arrastra a un reportero por hacer su trabajo. No hay verdad cuando se habla de terrorismo para tapar el ajuste.

Cada miércoles es una herida abierta. Una postal repetida de vergüenza nacional. Y lo peor que podemos hacer como sociedad es acostumbrarnos. No podemos naturalizar la violencia institucional, no podemos dejar solos a los que luchan por un plato de comida, no podemos mirar para otro lado mientras se arrasa con los derechos humanos más elementales.

El futuro se empieza a pudrir cuando le pegamos al pasado. Y si dejamos que esto siga, si dejamos que los palos y los gases sean la única respuesta a la desesperación, entonces habremos perdido mucho más que una batalla política: habremos perdido nuestra humanidad.