Reforma Educativa: ¿educación para pocos en nombre de la “libertad”?
La reforma educativa que impulsa el gobierno promete “libertad”, pero lo que realmente propone es una escuela partida, desfinanciada y cada vez más lejos de las familias que dependen de lo público para garantizar el futuro de sus hijos. Detrás del discurso marketinero se esconde un proyecto que fragmenta el sistema, debilita al Estado y convierte la educación en un privilegio reservado para quienes puedan pagarlo. Mientras el oficialismo celebra la competencia y la desregulación, miles de docentes, estudiantes y especialistas alertan que estamos frente a un retroceso histórico: un país donde aprender deje de ser un derecho y pase a ser un lujo.
POLITICA NACIONAL
Por Julián Pereyra
12/1/20253 min read


La propuesta de reforma educativa que impulsa el gobierno no es un proyecto de modernización, ni una actualización necesaria, ni un intento genuino de mejorar la calidad de la enseñanza. Es, lisa y llanamente, un retroceso histórico. Un golpe directo contra el derecho a la educación tal como lo establece nuestra Constitución. Un experimento ideológico que pretende convertir un derecho básico en un mercado más, regido por la competencia, la desigualdad y la lógica del “sálvese quien pueda”.
Bajo el nombre de “libertad educativa”, el oficialismo intenta instalar la idea de que lo que falla en la Argentina es “lo público”. Pero cuando se lee con detenimiento el borrador filtrado —ese que el propio oficialismo intentó mantener oculto para evitar el debate público— queda claro que lo que buscan no es garantizar más libertad, sino desarmar el sistema educativo tal como lo conocemos.
Uno de los puntos más graves del proyecto es el que habilita a que cada institución, ya sea pública o privada, defina su propio plan de estudios, su calendario, sus modalidades pedagógicas y hasta su régimen de contratación docente. Es decir: cada escuela podría funcionar como una empresa independiente, movida por sus propios intereses, con sus propias reglas y con sus propios criterios de selección. No habría lineamientos comunes, no habría estándares compartidos, no habría siquiera un marco mínimo para garantizar igualdad de oportunidades. Sería un archipiélago educativo descoordinado, fragmentado, desigual y completamente librado a las condiciones económicas de cada institución.
La pregunta es obvia: ¿qué pasaría con las escuelas de los barrios más pobres? ¿Qué ocurriría con los estudiantes que dependan exclusivamente de lo público? ¿Quién regularía que una escuela no recorte contenidos esenciales, no cierre cursos, no seleccione alumnos según su capital cultural o su capacidad de pago? La respuesta es tan sencilla como inquietante: nadie. Porque ese es justamente el objetivo de esta reforma: licuar el rol del Estado, convertir la educación en un mercado y que sobrevivan solo los que puedan pagar.
Otro elemento gravísimo es la habilitación de la educación en el hogar, como si educar fuera simplemente transmitir conocimientos y no un proceso complejo que requiere formación pedagógica, planificación curricular, evaluación continua y un contexto institucional organizado. La escuela no es un depósito ni una guardería: es un espacio de socialización, de ciudadanía, de construcción colectiva. Pensar que cualquier padre —con o sin formación— puede reemplazar eso desde su casa es desconocer por completo la función social de la escuela.
No menos alarmante es el intento de introducir educación religiosa confesional dentro de escuelas públicas, rompiendo con décadas de avance en materia de educación laica y plural. Y ni hablar de la reducción de la presencialidad a través de modelos híbridos que, bajo la excusa de la “modernización”, lo único que hacen es legitimar el recorte de horas, el achicamiento del Estado y el abandono pedagógico.
Todos estos cambios, lejos de ser aislados, responden a un mismo objetivo ideológico: minimizar al Estado, ensanchar el negocio privado y convertir derechos en mercancías. Es el mismo modelo que ya fracasó en salud, en vivienda, en transporte y que ahora amenaza con destruir uno de los pilares más fundamentales de cualquier sociedad democrática: el acceso igualitario a la educación.
Y hay que decirlo con todas las letras: este proyecto contradice de manera directa la Constitución Nacional, que establece que el Estado tiene un rol principal, indelegable e irrenunciable en garantizar el derecho a la educación para toda la población. No para quienes puedan pagarlo. No para quienes logren competir en un mercado desigual. Para todos.
Por eso es indignante que el debate que nos quieran imponer sea “público vs privado”, como si esa fuera la discusión real. No lo es. El problema no es que exista educación privada. El problema es que el gobierno quiere desfinanciar lo público, dejarlo a la deriva, quitarle capacidades, romper sus estructuras y luego presentarlo como “ineficiente” para justificar su propio desmantelamiento.
La discusión urgente no es esa. La discusión urgente es cómo mejorar lo que ya existe: cómo garantizar más financiamiento, mejores salarios docentes, infraestructura adecuada, programas de formación permanente, políticas de inclusión real y estrategias para reducir la desigualdad educativa. De eso deberíamos hablar. No de cómo convertir la educación en un mercado que expulse a quienes menos tienen.
Porque esta reforma no amplía derechos: los recorta. No fortalece la libertad: la condiciona al poder adquisitivo de cada familia. No moderniza nada: vacía, desregula y abandona.
En un país donde millones dependen de la educación pública para construir un futuro diferente, esta reforma no es solo un error técnico: es un ataque directo a la igualdad, a la ciudadanía y a la democracia. Un proyecto que, si avanza, convertirá la educación en un privilegio para pocos en lugar de un derecho para todos.
Y eso, como sociedad, no podemos permitirlo.
